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“NO ES EL DIEGO, ES LA ARGENTINIDAD…” por Rodrigo Araya, Socio fundador Cooperativa Di-versos

Percibo que entre nosotros, las y los chilenos, se ha producido una cierta sorpresa por la magnitud que ha alcanzado en Argentina la expresión pública por la muerte de Diego Armando Maradona, el Diego.

Claro que en algunos casos, intuyo, la sorpresa disimula un sentimiento más complejo de expresar públicamente en estos días: decepción. ¿Cómo no estar decepcionado de un país, como Argentina,  que parece olvidar toda su tradición republicana al transformar en figura nacional a … un futbolista?

¿Por qué la sorpresa, y, más triste aún, la decepción?

Porque se insiste en ver a Maradona, el Diego, como un futbolista, y se resiste a verlo como un argentino que fue clave en la reconstrucción de la argentinidad, resistencia que transita entre dos polos: la subvaloración de lo que la cultura de masas puede hacer por la construcción de la idea de nación, y la oposición a que la nación latinoamericana se construya al margen del proyecto que encarna el Estado.

Maradona, el Diego, fue un gran futbolista. En eso hay consenso que hasta pudiera ser unanimidad. Pero fue más que eso. Un gran futbolista no habría alcanzado el reconocimiento que sus connacionales le otorgaron a el Diego. En especial, si su vida privada deja tantas sombras.

Por ello, la frase que se le atribuye a Fontanarrosa (rosarino como Leo y Bielsa), alcanza capacidad explicativa: “Qué me importa lo que hizo con su vida; me importa lo que hizo con la mía”. Y cuando esta sentencia se viraliza por tanto argentino y argentina que la comparte, “lo que hizo con la mía” se transforma en “lo que hizo con la nuestra”.

Va mi hipótesis: sin los dos goles a Inglaterra en México ’86, sin la victoria sobre la potencia imperial, Maradona sólo habría sido un gran futbolista. Pero esos goles lo transformaron, aún sin pretenderlo, en el Diego.

Recapitulemos. Leopoldo Fortunato Galtieri implementó un plan que parecía bastante seguro: una guerra para reconstruir el sentimiento de nación, que parecía ya no convocaba a argentinos y argentinas. Plan necesario, ya que las inestabilidades producto de las protestas que se realizaban contra la dictadura, comenzaban a parecer incontenibles, y a poner en riesgo su gobierno. Y un posible enemigo externo apareció como alcanzable: la experiencia thatcheriana calaba profundo en la economía del Reino Unido, por lo que existía la posibilidad que el gobierno británico decidiera no responder al intento argentino de recuperar por la fuerza un territorio apenas 12 mil kilómetros cuadrados, y ubicado a casi 13 mil kilómetros de distancia de Londres. Y así, la Guerra de las Malvinas tuvo lugar.

El desenlace es conocido: Inglaterra no cedería a sus posesiones imperiales, e impondría su fuerza naval y militar, sin importar el gasto fiscal que ello implicó, y más aún, en tiempos de recesión.

De la quinta economía del mundo, a un país dirigido por un dictadorcillo y humillado por una potencia imperial. ¿Puede resistir así la argentinidad?

Y ahí, aparece el Diego. Y un espectáculo televisivo global, como un Mundial de Fútbol, le dio el escenario para transformar en reivindicación su genio y talento. Y vaya si lo hizo. Porque no sólo se trató de dos goles. Se trató de demostrar que somos más astutos y hábiles que los europeos. Y por lo tanto, son las condiciones materiales, no humanas, las que permiten explicar la posición que nuestros países ocupan en la geopolítica global.

Porque el primer gol es la demostración de nuestra chispeza (homenaje para nuestro Gary), y el segundo, de nuestra habilidad, porque por Dios (aunque pueda parecer redundante, ya que escribo sobre Maradona), que gol más lindo.

Razón tiene Peter Shilton, el inglés cuya vida quedó ligada irremediablemente a la figura de el Diego, cuando sostiene que Maradona no tenía espíritu deportivo, pues rompió intencionalmente las reglas del fútbol al hacer un gol con la mano, y jamás pidió disculpas por ello. Ni un mínimo “I’m sorry” (https://www.dailymail.co.uk/sport/sportsnews/article-8987779/PETER-SHILTON-Diego-Maradona-greatness-no-sportsmanship.html).

Lo que Shilton, el portero de esa selección masculina de fútbol, obvia, es que para los argentinos y argentinas, lo de ese 22 de junio del ’86 no era sólo un encuentro de fútbol: era la oportunidad que la vida les daba para resucitar la argentinidad, y nada menos, reitero, que en un espectáculo televisivo global. Por lo tanto, en esa jornada no operaban las reglas del deporte. Nada de eso. Sino las de reconstruir el sentimiento nacional.

Es que tal vez Shilton no escuchó cantar a Piero: “les dicen Falkland, pero son Malvinas, porque la muerte enterrada es argentina”.

El Diego sí lo sabía, y estuvo a la altura de ello. Aunque jamás sospechó el precio que iba a pagar por transformarse en el re-legitimador de la argentinidad. Porque el Diego no construye una argentinidad. Su vida privada, la violencia contra la mujer que ejerció, su abuso de las drogas, no le permitían tanto. Como a un Diego de este lado de la cordillera (Portales), tampoco su vida privada se lo permitió. Pero su desempeño en ese no-únicamente-partido-de-fútbol contra Inglaterra, si alcanzó para re-legitimar la argentinidad.

Las dictaduras latinoamericanas intentaron gambetear al Diego y usar, sin él, al fútbol para reconstruir un sentimiento nacional que ellas mismas habían destrozado con tanto horror, con tanta violencia.

Y les resultó, pero momentáneamente. A Pinochet con el partido en Moscú por las eliminatorias del ’74, y también con el Colo Colo del ’73. Y a Videla, con el Mundial del ’78 que organizó en la misma Argentina, y de la que su seleccionado nacional resultó triunfador. Los funerales de ambos dictadores fueron la mejor demostración de que el sabor de la victoria de la fuerza sólo precede a la soledad.

La mejor demostración que el Estado, autoritario o democrático, no tiene capacidad para aprovecharse del fútbol, o lo que sea que mueva el corazón de la nación, y construir un proyecto de nacionalidad. Porque siempre será un proyecto a pesar de la nación, y no con la nación.

Ahora, que vamos caminando por nuestro proceso constituyente, tenemos la oportunidad de construir un Estado para la o las naciones que ocupan el territorio. Y zafarnos de un Estado que insiste en construir una nación a imagen y semejanza de sí mismo.

Y lo que está pasando con la despedida de el Diego, puede servirnos como espacio de aprendizaje para preguntarnos cómo construir un sentimiento de nacionalidad, una chilenidad, donde todos quepamos.

Pero claro, para aprender de ello, debemos dejar de mirar allende la cordillera con sorpresa, y mucho más, con decepción.