Para los magallánicos, ir a la universidad a mediados del siglo pasado, era una verdadera proeza.
Estábamos tan lejos de Santiago, que aquello no solo significaba una hemorragia financiera, sino una
enorme aventura. Una semana en barco hasta Valparaíso, donde se tomaba el tren a la capital.
También se podía ir en los viejos DC-3 que despegaban de Bahía Catalina y aterrizaban, diez horas
después, en Los Cerrillos. Tal era el frío en esas cabinas, que los pasajeros iban envueltos en gruesas
frazadas. En Santiago, vivían en casas de familiares o en pensiones austeras. Provincianos, temían
perderse en la gran ciudad, extrañaban el viento, eran picados por las pulgas, se enfermaban de
diarrea, con el calor estival les salían ronchas y, aun así, les iba bien en los estudios. Tiempo después,
volvían los médicos, agrónomos, farmacéuticos, profesores, abogados…altivos ellos, orgullosos sus
padres al recibirlos. Muchos no regresaban, eso sí.
A fines de los cincuenta se empezó a volar en cuadrimotores y después en los caravelles con
turbinas. Mientras la distancia se acortaba, los peregrinos se hacían más numerosos y otras ciudades,
como Valparaíso, Concepción y Valdivia se llenaban de pingüinos blancuchentos que no sabían nadar
y agregaban un “che” al finalizar sus frases. Procuraban residir en pensionados, juntarse para una
“mano truco” los varones, compartir la mermelada de ruibarbo de la encomienda recibida, formar un
equipo o, simplemente, charlar entre amigos. Cartas escritas a mano para la familia, o telegramas
para lo más urgente. Los que podían, volvían al terruño para las vacaciones de invierno y algunos
financiaban esos viajes con artículos del puerto libre que llevaban escondidos en la maleta, para
revenderlos después a buen precio: Bluyines, parcas, adornos, pelotas super K…entonces, se pagaba
un dineral por los productos importados como esos.
Yo emigré en el setenta. Mi generación, esa de cabellos largos y pantalones anchos,
guitarreaba y cantaba y, en ocasiones, nos reuníamos para hacerlo con alegre y unificadora nostalgia.
“Punta Arenas adiós”, tema del buen Belarmino, era casi un himno que coreábamos en las tertulias,
mientras las nuevas discotecas, peñas y el deporte nos congregaban los fines de semana. Cuando la
escasez empezó a hacerse apremiante, nos ayudábamos para conseguir una pensión o una pieza, un
pasaje aéreo; después, para saber dónde encontrar artículos de aseo o los víveres que empezaban a
faltar en las estanterías, qué cola era preferible hacer y qué día llegaba la leche, la carne, el
azúcar…fue cuando la política comenzó a dividirnos y hubo bandos de izquierda y de derecha; a
veces, irreconciliablemente separados. Nuestra identidad pasó a tener otros componentes; poco a
poco nos fuimos desconociendo y nuestros cantos se hicieron amenazantes y guerreros. En esos
años, Vladi, Miguel, Ricardo, Carlos, fueron mis compañeros de pieza y, en ocasiones, hasta de cama.
Con pasión, junto al Chico García, Dragomir y Mario Grage le dábamos cuerda a nuestras sanas
utopías. Marfos, el Gato Barría e Iván Tomasic formaron parte de ese grupo unido frente a la
adversidad de un entorno que se ponía cada vez más nublado y de ese camino “con abundantes
hoyos y calaminas”, como solía decir Pancho Reina en la radio Voz del Sur cada mañana, a propósito
de la ruta a Puerto Natales. Algunos acogieron el Golpe de Estado como un alivio; a otros, los alejó de
los estudios o los condujo a la cárcel, al exilio y hasta la muerte. Para éstos, por su intensa crueldad,
fue una época que se hizo inolvidable.
Me decía un buen amigo de Saint-Cloud que el recuerdo debe ser transmitido como legado a
los más jóvenes, y es lo que trato de hacer escribiendo. Recordar es revivir un poco lo ocurrido; es
sentirlo en la mente y en la carne, hacer palpitar los momentos, con sus emociones. Para los ancianos, recordar es también un renacer. Los recuerdos nos atan a la vida, hasta que, con el tiempo,
terminan por borrarse del todo y, entonces, ya no somos los mismos. Recordar, es a la vez, ser y
estar.