El cambio climático es el mayor reto al que se enfrentan las especies y las comunidades ecológicas en este siglo. A medida que las concentraciones de gases de efecto invernadero siguen aumentando, se prevé que las comunidades de las regiones polares se vean gravemente afectadas por el aumento de la temperatura (Goosse et al., 2018). La península Antártica y las islas subantárticas ya han experimentado cambios a gran escala en el medioambiente, como el retroceso de los glaciares (Cook et al., 2016), fenómenos meteorológicos extremos y anómalos (Robinson et al., 2020) y cambios en la distribución del hielo marino (Hobbs et al., 2016).
El cambio en la Antártica ha sido muy regional. En la última mitad del siglo XX, el calentamiento de la superficie en partes de la península Antártica y la Antártica Occidental fue uno de los más rápidos del planeta (Turner et al., 2005; Turner et al., 2014; Turner et al., 2016). Aunque la Antártica Oriental no ha experimentado las tendencias de calentamiento a largo plazo observadas en el oeste, otros factores climáticos, como vientos más fuertes y modificación en el régimen de precipitaciones, hacen que las comunidades ecológicas de esta región experimenten sequías (Robinson et al., 2018).
En la Península, el rápido calentamiento puede alterar las comunidades biológicas y aumentar el riesgo de establecimiento de especies invasoras, ya que la tasa de introducción de especies no nativas supera la colonización natural en la Antártica (Siegert et al., 2019). Se espera que la tendencia al “reverdecimiento” de la Península continúe a medida que el hielo retroceda y las comunidades de plantas vasculares y musgos nativos sigan expandiéndose (Siegert et al., 2019).
La disponibilidad de agua es un factor limitante importante en las comunidades antárticas; la presencia o ausencia de este recurso clave impulsa la estructura y la función de la comunidad.
La biodiversidad terrestre se limita en gran medida a los refugios libres de hielo a lo largo de la costa del continente (Terauds & Lee, 2016). La dureza del ecosistema restringe los residentes permanentes a organismos más pequeños y resistentes, como briófitas, líquenes, invertebrados y microinvertebrados, así como microbios y hongos (Convey et al., 2014).
A pesar de la variación regional del cambio climático en la Antártica, los factores climáticos que favorecen o restringen la disponibilidad de agua pueden modificar la distribución de las especies y la estructura de la comunidad en toda la Antártica.
Las condiciones más húmedas y cálidas del oeste promueven el crecimiento de la vegetación, favoreciendo a las especies vasculares, como la invasora Poa annua, frente a las plantas endémicas (Deschampsia antarctica, Colobanthus quitensis y briófitas) (Frenot et al., 2005; Duffy et al., 2017).
En el este, sin embargo, el aumento de los vientos ha potenciado la desecación y ha reducido el deshielo, disminuyendo el agua disponible para los lechos de musgo y los líquenes de la región (Robinson et al., 2018). Esto ha provocado un rápido cambio en la composición de la comunidad, pasando de las especies de musgo que prefieren los hábitats húmedos a las que toleran condiciones más secas (Robinson et al., 2018).
La modificación de los regímenes hídricos en la isla subantártica de Macquarie también se ha atribuido al rápido retroceso de la planta en cojín Azorella macquariensis, ahora en peligro crítico (Bergstrom et al., 2015).
Estos ejemplos ilustran cómo las tendencias a largo plazo de los cambios de régimen climático ya están remodelando las comunidades terrestres antárticas (Bergstrom et al. 2021), sin embargo, lo que es más difícil de captar son los efectos que los eventos climáticos extremos pueden tener en los frágiles ecosistemas de la Antártica.
Los fenómenos climáticos extremos, como las olas de calor, pueden poner a las comunidades ecológicas al borde de sus límites fisiológicos. Tales eventos pueden tener impactos considerables en las especies, pero su naturaleza estocástica significa que sus efectos son más difíciles de documentar.